Lily was here.

Un cuento para velar la tristeza de I, in a desert Island.

Sucedió hace un tiempo, antes de que la muerte fuera un suceso apenas notable.

Daniel vivía en un departamento sobre el pasaje G. Gal. Al llegar al final del mismo, había una suerte de hondonada cuyo lodo nunca secaba el agua de la lluvia. Ahora se levanta allí una especie de mausoleo, una imagen bonsái de un edificio in memoriam, en donde incluso las coronas depositadas y las flores mismas se vuelven pequeñas y antiguas.

El edificio constaba de unos seis pisos —en cada uno de ellos había dos departamentos—. El del tercer piso, lado sur, era el de Daniel. Desde su ventana se dominaba el pequeño panorama del pasaje cuya única atracción podría haber sido la entrada al pub “El Club de la Serpiente”. Esa impertinente referencia literaria lo molestaba, aunque cuando veía a los serpentinos darse de bruces contra el suelo a las cuatro de la mañana —y él estaba aún despierto— no le parecía que el nombre no encajara.

A veces se acercaba al vidrio del enorme ventanal. Suponía que era para ayudar si fuera necesario, pero esos hombres entumecidos se levantaban de inmediato y se lanzaban calle abajo con increíble rapidez.

Esa distracción nunca anticipada del todo y el amplio espacio de lo que entonces se llamaba loft habrían bastado para que Daniel —Daniel Teerton— se sintiera afortunado. Pero —ya se habrá anticipado— había un par de razones por las que no lo hacía: el piso estaba habitado por fantasmas y el maníaco concepto arquitectónico de no rooms era gélido en invierno.

Bueno, el invierno duraba dos semanas y los fantasmas eran, en realidad, uno solo: una.

Daniel la vio por primera vez cuando terminaba de hablar con su madre, que le había preguntado un montón de cosas que él no había comprendido en lo más mínimo, al tiempo que se negaba a sí mismo la autoridad para pedirle que fuera más clara. Aunque luego le pareció increíble que así lo hubiera hecho, al verla pensó que esa mujer alta, cuasitransparente y atrevida era una vecina que venía a la medianoche a pedirle una pastilla para dormir y que él simplemente no había visto nunca.

En el silencio oyó, y sin querer recordó, un verso cuya fuente no pudo ubicar: la mujer llevaba los pies descalzos y al caminar pisaba con fuerza.

Como si necesitara que Daniel se acostumbrara a ella, desapareció al final del andarivel que simulaba el pasillo, como si al dirigirse hacia lo que se llamaba con cierta ampulosidad biblioteca, una pared invisible la hubiera ocultado y luego perdido.

Cuando uno conoce cómo el cuerpo funciona, cuando uno es consciente de las cosas que hace, sabe que este tipo de episodios pueden no ser infrecuentes.

A la noche siguiente la volvió a ver. Él salía de la ducha y buscaba ansiosamente alguna cosa con la que secarse y luego abrigarse —en realidad, los hombres que podemos prever muchas cosas no podemos concatenar el hecho de que si nos mojamos, tendremos que secarnos y luego abrigarnos— cuando la miró de frente, trastrabilló con el pantalón sucio y mojado con el cual intentó cubrirse y cayó por los dos peldaños que daban al siguiente espacio. Cuando se levantó, ya no estaba.

A la noche siguiente la previó. Repetía el ciclo del ácido cítrico, siguiendo las manecillas del reloj —la flecha del tiempo— y luego el orden contrario. A veces robaba una molécula de oxígeno a las nueve en punto solo para saber qué pasaba. De tanto en tanto anotaba algo en su cuaderno y echaba una mirada hacia la entrada porque, ¿por dónde entraría una aparición a menos que fuera realmente impertinente?

Lo era. Estaba sentada frente a la mesa ratona, en el mismo sillón desde donde Daniel miraba a los serpentinos.

No hizo nada. Ni siquiera se movió hasta que transcurrió cierto tiempo; a él se le nubló la vista y ella ya no estaba.

La noche siguiente, Daniel estaba realmente cansado. Su visión de túnel se había vuelto una luz al final del túnel. Sus movimientos eran lentos, torpes, y por poco cayó al bajar del tren. Cuando llegó, ella ya se había acomodado.

La llamó Lily, y le incomodó recordar que era una costumbre en la morgue: poner nombres a cadáveres NN no reclamados.

Aquella noche se dijo: “No viene por mí, viene por muchas otras personas, ninguna de las cuales soy yo”.

Luego pensó: “Leopardos interrumpen la ceremonia…” y finalmente: “Damocles nunca bailó mejor que cuando estuvo bajo la espada”.

Terminaron los exámenes del semestre y aunque había conseguido una calificación más que notable, como es natural, Daniel sentía que no había valido la pena.

Se sentía desasosegado en lo más profundo. Engañado por una máquina que hace creer a todo el mundo que el futuro será mejor, más lúcido, más vívido.

De alguna manera lo tranquilizó verla al entrar.

Pensó en encender todas las luces. No lo hizo, pensando que Lily elegía ese rincón por alguna razón, y que una de ellas era porque solía estar casi a oscuras. Se sentó enfrente.

Al fin le habló. Se dirigió a ella con una voz alta, de vocales claras, que denotaba tanto autoridad como cuidado… porque a los fantasmas siempre uno termina hablándoles como a los niños.

“No sé por qué vienes a mi casa. ¿Necesitas algo?”

No esperaba respuesta, ni gesto, ni movimiento. Un rato después ella miró hacia la ventana distraídamente.

Era algo.

Daniel se levantó, fue hasta la heladera y se sirvió una cerveza sin dejar de mirarla.

Ella se arreglaba el pelo sobre las orejas, cruzaba y descruzaba las piernas, miraba ahora a Daniel sin una muestra de emoción en sus enormes ojos negros.

A eso de las dos, Daniel se quedó dormido.

La noche siguiente, interceptó en el Seven Eleven, valiéndose de los tres últimos billetes que tenía, la circulación de un whiskey que conocía de pequeño.

Pensó que era para él. Que no era para ejecutar un experimento. Su hipótesis era ocurrente como cualquiera que fuera valiosa: si Lily poseía ciertas características físicas, podría tomar el vaso y elevarlo hasta sus labios. Cuando estuvo frente a ella vertió en el vidrio esmerilado, sobre un par de cubos, el líquido.

Al momento ella alargó la mano y lo tomó.

Le turbó ese dato. Lily no dejaba de ser hermosa, quizás muy hermosa. Y él hacía tanto tiempo que no tenía novia. Pero el temor a encontrarse con una piel fría, con una carne muerta, le impedía acercarse más.

Otro dato importante: estaba tan entumecido por la metanfetamina que no creía que pudiera hacer nada.

“Ve a casa”, le dijo. “Estoy seguro de que has estado aquí tu tiempo y yo tengo 27 y no me quiero quedar”.

“Vete a casa.”

Pero ella no hizo caso hasta los primeros días de julio.

Ese mes justamente Daniel conoció a Victoria.

Victoria era tan particular como Lily lo era a su manera. Cuando supo de Lil’ se interesó en ella y no la vio como una posible rival ni interpretó la historia como la confesión falseada de una vergonzosa relación anterior.

“Todo es muy romántico”, le dijo, “el largo vestido soirée. La bebida amarilla. El nombre de lirio. Creo que eres muy romántico”.

“No, no, yo no, ella”.

En realidad, Victoria lo era. El amor y la muerte para ella eran una sola cosa. Estaba orgullosa de su nombre atrabiliario.

Cierta vez, hablando otra vez sobre Lily, Lil, Liloria, Victoria se sentó en el sofá repitiendo los rituales de Lily y dijo: “Habrá estado sufriendo. ¿Cómo sufrir sin espectadores? ¿Cómo guardar en secreto el dolor?… A menos que se crea en Dios. Dios es nuestro gran espectador: me ve como si fuera de cristal. Mi último secreto tiene una razón para persistir, pues Dios lo conoce”.

Y Daniel sonrió. Le gustaba cómo ella movía las manos cuando hablaba.

| | | | - | ————–: | | | Wilson Villalba | | | Asunción, 2025. |